Érase un pueblo que le costaba sonreír.
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Érase un pueblo que le costaba sonreír.

Por el Dr. Eneko Landaburu.

Publicación original en www.nabarreria.com Mayo-09.

«Había una vez un pueblo “salvaje” que vivía aislado en las laderas de altas montañas. Sin ruidos, sin prisas, respirando un aire muy limpio. Todo lo que necesitaban lo producían ellos. Había épocas del año que nevaba mucho y apenas tenían que comer. Tenían lo justo. Así vivieron muchísimos años sanos y contentos. Nacían de partos cortos y agradables. Casi todos alcanzaban los cien años sin achaques y con ganas de vivir. Y cuando les llegaba la muerte, se despedían alegres de sus amigos y familiares.

Tenían una cara con el paladar y el maxilar superior tan anchos… y con unos dientes tan bonitos… que parecían sonreír siempre ¡aún cuando dormían! No tenían escuelas. Los niños aprendían según lo iban necesitando, de los mayores y de lo que la vida les enseñaba. Tenían mucha curiosidad por todo.

Un día fueron “descubiertos” por un pueblo “civilizado” y al verlos tan retrasados, decidieron darles un empujoncito. Organizaron expediciones hasta aquellas escarpadas montañas para llevarles todos sus “adelantos”: harina y azúcar refinadas, bebidas gaseosas, caramelos, patatas fritas, chocolate, nocilla, tabaco, café, té, alimentos enlatados y empaquetados, vino, güisqui, dentífricos, máquinas parlanchinas (TV, radio…) y muchas máquinas ruidosas más.

Enseguida este pueblo empezó a conocer los malestares de las enfermedades. El pueblo “civilizado” les había contagiado su modo de vida. Los médicos civilizados declararon que les habían contagiado las enfermedades porque les habían llevado unos bichitos pequeñitos invisibles. Les enseñaron así la existencia de los endemoniados microbios y les hicieron comprender que necesitaban muchas vacunas y medicinas para defenderse de ellos.

Les construyeron escuelas donde los niños aprenderían muchísimas cosas para el día de mañana. Entonces los niños empezaron a perder la curiosidad.

Las madres alimentadas con comidas artificiales en partos largos y dolorosos, dieron a luz bebés con un paladar tan estrecho, con los músculos de las mejillas tan pequeños que les costaba sonreír ¡Hasta la cara de la gente civilizada se les había contagiado!

Aquellos niños crecieron alimentándose con aquellos alimentos modernos… Y cuando se hicieron grandes y tuvieron bebés, éstos tenían aún más estrechos sus paladares. Les costaba tanto sonreír que ni haciéndoles cosquillas lo conseguían. Sólo se sabía que reían por el sonido de sus carcajadas, ya que las caras siempre estaban serias. Jóvenes de aquel pueblo empezaron a perder muelas, mientras que los cráneos de sus tatarabuelos que vivieron 100 años, aún conservaban todos sus dientes, después de llevar mucho tiempo enterrados. Desde entonces, todos los años sacan a relucir los cráneos aún sonrientes de sus antepasados para celebrar la Fiesta de la Sonrisa».

No todo lo de este relato es cuento. Por el año 1930, el dentista Weston Price (1870 – 1948) estudió muchas razas “primitivas” de todo el mundo. Descubrió que cuando sustituían su dieta tradicional por otra “moderna” −harina y azúcar refinadas, arroz sin cáscara, etc.− en una sola generación se producía una degeneración dental hasta entonces desconocida. En una sola generación, se reducía enormemente el tamaño del maxilar superior y del inferior.

El arco del paladar se empieza a formar a los dos meses de vida en el vientre de la madre. Si la madre embarazada come alimentos industrializados el arco del paladar del bebé no se desarrolla bien, al igual que los músculos de la risa. Las consecuencias de este mal desarrollo son los dientes que salen fuera de su lugar y la dificultad de respirar por la nariz.

Referencias.

Fundación Weston A. Price: www.westonaprice.org/

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